Desde su independencia de la Unión Soviética en 1991, Turkmenistán ha sido escenario de una de las dictaduras más excéntricas y cerradas del mundo, dirigida por una sola familia. A lo largo de más de tres décadas, el poder ha pasado de padre a hijo sin elecciones libres, consolidando un régimen donde el culto al líder reemplazó toda forma de institucionalidad.
Tras la caída de la Unión Soviética, Turkmenistán proclamó su independencia y colocó en el poder a Saparmurat Niyazov, exlíder del Partido Comunista local. Niyazov fundó un régimen unipersonal que transformó al país en un laboratorio de autoritarismo extremo. Al morir en 2006, Gurbanguly Berdimuhamedow asumió el poder de manera irregular, manteniendo el aparato represivo intacto.
En 2022, Berdimuhamedow anunció su retiro y el traspaso del mando a su hijo, Serdar, quien fue electo presidente en unos comicios sin observadores internacionales. El control de la familia Berdimuhamedow se sustenta en la represión y en un culto a la personalidad que supera lo grotesco.
Turkmenistán es uno de los países más represivos del planeta, según Human Rights Watch. No existen medios independientes, la oposición política está prohibida y cualquier forma de disidencia puede ser castigada. El acceso a internet está severamente restringido y las protestas están prohibidas.
A pesar de contar con importantes reservas de gas natural, Turkmenistán no logra traducir sus ingresos en bienestar social. La economía está centralizada y controlada directamente por el círculo presidencial. La migración masiva de la población responde a la pobreza estructural y a la falta de libertades en el país.